El día de la fundación de una ciudad, por la mañana, el capitán fundador se dirigía al lugar donde estaba desde la víspera el rollo o picota (tronco clavado en el suelo y tajado en su vértice superior, que era símbolo de la justicia real); lo seguían los futuros vecinos, quienes se ubicaban a su alrededor. Entonces, mientras los demás se encontraban en silencio, el capitán desenvainaba la espada y proclamaba a los cuatro vientos su intención de fundar allí una ciudad, añadiendo que lo hacía para mayor servicio de Dios y del rey. También decía en voz alta el nombre de la nueva urbe y desafiaba a los presentes a batirse en duelo y dirimir por las armas su disconformidad con la elección del sitio. Una vez conseguida la uniformidad de criterio, se acercaba el fundador al rollo y, levantando la espada, lo hería de arriba a bajo, descortezándolo en parte. Con esto se demostraba que se había tomado posesión del lugar en nombre del Rey y se declaraba fundada la ciudad. El escribano tenía ya redactada el acta, y en ella, empezando por el capitán fundador y acaso el sacerdote, todos los concurrentes firmaban. El documento se cerraba, con el prácticamente se abría el primer libro de cabildo de la ciudad.
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